Lo que cabe en una gota de sangre
El doctor Black está refugiado en el rincón más profundo y seco de su laboratorio. Trabaja sentado de forma desordenada en su silla giratoria, y consigue la energía necesaria para pensar dándose impulso en su mesa de trabajo, llena hasta arriba de caracolas y otros instrumentos de precisión. Black gira y gira muy seriamente, pero no se marea, porque en el techo un punto fijo le hace señas. Hasta que, en un momento dado, Black aferra su mano a la mesa, deteniendo bruscamente su movimiento orbital. El paisaje se detiene. Qué pena.
Ante sus ojos y el resto de su persona está la vitrina, con cada uno de sus estantes tapizados por una alfombra de tubos de ensayo. El doctor abre con cuidado la puerta y acerca su mano a una esbelta hilera de tubos cilíndricos. La lengua fría del cristal acaricia las yemas de sus dedos, y en su mente lucha por abrirse paso, sin éxito, el olor rojo y metálico del líquido que contienen los recipientes. Black se concentra y lo intenta una vez más. No hay manera. Su mirada, entonces, se da una vuelta por el estante. Quiere extraer uno de los tubos estrictamente al azar, pero los nombres que lucen las etiquetas son altamente desestabilizantes. Aún así, prefiere no cerrar los ojos, los nombres de sus pacientes le dicen tantas cosas... Haciendo uso de su gran poder de abstracción, decide mirar las etiquetas, pero sin comprender su significado. Es divertido pero agotador.
Finalmente se ha decidido por un tubo. Cuando lo tiene en sus manos vuelve a recuperar su comprensión lectora. Mira la etiqueta y sonríe.
-Encantado de verla de nuevo, señorita Sirop.
El doctor Black procede a la extracción con movimientos mecánicos, pero que a pesar de ello conservan el amor. Abre el tubo de cristal con un gesto rápido e introduce en él el aspirador de sangre, un instrumento afilado y metálico con unos carnosos labios de goma en su extremo inferior. El diminuto aspirador bebe ávidamente pequeños sorbos, y cuando ya no puede más, Black le hace vomitar delicadamente una hermosa gota de sangre sobre un cristal en forma de rombo. Ha llegado el momento de entrar en el microscopio.
Black se ha puesto su uniforme de trabajo, botas, pantalón y chaqueta iridiscente, y se dirige al otro extremo del laboratorio. Su aspecto es solemne cuando se instala en el confortable microscopio monoplaza y se abrocha el cinturón de seguridad. El doctor coloca el rombo de cristal bajo la lente del microscopio y se ajusta el visor a los ojos. El espectáculo puede comenzar.
Tras la colisión de todos los planetas, quedaba el polvo en el espacio. Polvo rojo. Todo había terminado.
Apenas unos momentos antes, era una de tantas tardes estivales, de la época en que los veranos se sucedían iguales unos a otros, espesos y densos, impregnados de una soledad pegajosa. Era la hora en que el calor se compadece de la tierra y esta puede demostrar que sigue viva, escupiendo saltamontes, escarabajos y olores. A piedra quemada, a matorral disecado, a calor perfeccionado. Algún pájaro se atreve a cantar. Sirop está en el porche de la casa con el resto de su familia. Con su madre, que lee el periódico sentada en una mecedora de madera, con su padre, que pasea por el jardín con las manos a la espalda, canturreando a ratos y hablando para sí mismo en voz alta. A veces se inclina hacia algún geranio. Con una de sus hermanas, que lee una novela de misterio vieja y manoseada. Con su otra hermana, que ve pasar la tarde. La casa es grande y fresca, y en realidad está viva, ella lo sabe. La casa es la forma que adopta el verano para existir. Sirop se aburre, por supuesto, pero es vagamente consciente de que los minutos son redondos, con bordes perfectos. No es la felicidad, pero es más importante.